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por Esther Díaz Llanillo
Fue relativamente fácil de ejecutar. El hecho en sí carece de importancia y originalidad, suele ser inconsciente, se recibe con la monotonía de lo cotidiano, igual que usted y yo aceptamos los cinco dedos de la mano derecha. Es vulgar, en una palabra, pero se lo contaré si tanto insiste.
Los detalles, claro está, no los retengo bien; sin embargo, ahora recuerdo que Él lo estaba observando con una mirada redonda y suave. En ese instante la sentencia quedó señalada. Lo inaudito era que no había sido determinado el momento en que debía cumplirse. El pobre hombre quedó solo. Piense en lo terrible, en lo opresivo de una situación tan extraña. Comprendiendo esto se limitó a esperar y a desesperar, hasta que al fin nada le importaba, porque al cabo todo habría de llegar y así fue efectivamente:
El hombre empezó a oír unos pasos que se acercaban. Primero pensó que eran los carceleros. Tres horas después aún pensaba lo mismo y con más insistencia, ya que los pasos seguían acercándose. Durante todo aquel tiempo solo habría acertado a pronunciar: «Son los carceleros, vienen los carceleros, los carceleros se acercan». Había, claro está, ciertas variaciones, tales como quiénes y cuántos serían, qué aspecto tendrían… Al cabo de una semana estas ideas continuaban dándole vueltas en la mente, porque los pasos seguían aproximándose. Mirando en derredor no veía paredes, ni techo, ni piso; sabía que ocupaba ese lugar y que estaba solo, a la espera de unos pasos en constante acercamiento.
Con los años, el hombre comenzó a experimentar modificaciones en su angustia: a fuerza de oírlos, acabó por comprender que aquellos pasos no lo alcanzarían nunca, que constituían una mera formalidad de su Castigo. Reflexionó que ese Castigo obedecía a un motivo, digamos, a un error, a un pecado, a una alteración del Bien. Comprendía que entre su pecado y su Castigo estaba él, el reo, como nexo inseparable de unión, como justificación de ambos extremos; y que el Castigo dependía de un Juez, sin el cual hasta los motivos carecerían de interés.
Trató de pensar en una solución ante el conflicto: si todos los puntos se cerraban sobre sí, como en un círculo, si cada elemento de ese círculo, digamos, de esa circunstancia, cumplía una finalidad, cuyo sentido dependía en último extremo del anterior, la única manera de escapar al Castigo era mediante la eliminación de uno de esos elementos, con lo cual el mecanismo quedaría roto.
El hombre comprendió que esa solución dependía de sí mismo y no del Juez, quien, al fin y al cabo, ya le había impuesto el Castigo y no iba a retroceder, por lo que nada anularía su incorruptible posición de Juez en el asunto. Comprendió también que los elementos agentes eran el Juez y él, que en todo caso los motivos y el Castigo no obraban de solos, sino en función de ellos dos; por lo tanto, si no podía actuar sobre el Juez por la cerrazón completa de las circunstancias, sí podía actuar contra el Juez, escapando a esas circunstancias, suprimiéndose como elemento, rompiendo el mecanismo; pero razonó que de esa forma nunca iba a eliminar su angustia, que merecería otro Castigo y que estaría siempre escapando a reiterados Castigos mediante reiteradas burlas.
En ese instante notó que llevaba años sin comer, ni dormir, solamente angustiándose por su Castigo. Reflexionó que era ilógico que los pasos no lo alcanzaran nunca; si estaban acercándose, alguna vez habrían de alcanzarlo. ¿Sería posible que él estuviera fuera del espacio, fuera del tiempo, que su Castigo no tuviera límites?, pero su mente continuaba funcionando dentro de fronteras precisas.
El hombre intuyó de pronto que estaba flotando entre dos mundos, en apariencia sin escapatoria posible, si no podía fugarse material ni mentalmente del Castigo, no le quedaba más remedio que aceptar esa situación o enloquecer. Creyó comprender también: el Juez era en modo infinito el causante de aquel conflicto, sin el Juez él no estaría ahora castigado; pero no pudo por menos de aceptar que si él personalmente no le hubiera facilitado los motivos, ahora no se encontraría allí, entre dos mundos comparativamente sin proporción; «en el fondo, meditó, la desproporción existe entre el Juez y yo, ninguno de los dos tiene la culpa de esta desproporción, somos así, no nos queda más remedio que aceptar nuestra realidad». Lo dijo primero con amargura, al descubrir que el rebelarse era imposible. Después una lenta indiferencia se fue adueñando de él; ya no le importaba el Castigo, no tenía más que aceptarlo para que careciera de importancia, para que dejara de atormentarlo.
Entonces, inexplicablemente, los pasos parecieron acercarse, el sonido adquirió las proporciones de un estruendo, el hombre creyó que iba a ensordecer. Por escapar a su propio miedo se apoyó contra la pared. Se hizo el silencio, la puerta comenzó a girar sobre sus goznes —porque de pronto había una puerta—. El hombre, siempre temblando contra la pared, pensó que al fin iba a ver a sus carceleros; que el Castigo iba a terminar: había comprendido su finalidad, lo había descifrado y ahora, dentro de un instante, todo concluiría para siempre. Un tímido rayo de luz acabó por romper la oscuridad del cuarto. El hombre se quedó perplejo: detrás de la puerta no había nadie; al cabo de un rato, al darse cuenta de que estaba libre, decidió salir.
Afuera la gente cruzaba por la calle como si nada supiera, como si nunca hubiera dejado de verlo; hasta el vendedor de la esquina lo saludó con la misma naturalidad de siempre. El hombre llegó a creer que todo había sido un sueño; lo pensó durante un rato con tal intensidad que distraídamente tropezó con un señor agobiado de libros a mitad de cuadra; solo acertó a pedirle excusas tratando de escapar con el menor atropello posible; sin embargo, algo lo detuvo: su mirada redonda y suave, igual a la del Juez. El otro le sonreía afectuosamente mientras se alejaba; intentó seguirlo, pero el otro subió a un auto y, sin dejar de sonreír tras la ventanilla, señaló una dirección al chofer y se perdió de vista.