Cubanabooks

El vendedor de cabezas

By Esther Díaz Llanillo, translated by Manuel Martínez

From About Spirits and Other Mysteries/Sobre espíritus y otros misterios

2022 from Cubanabooks Press

  La tienda no era muy grande. En la translúcida vidriera, al amparo de un toldo multicolor con las tonalidades del arco iris, el dueño exhibía variadas cabezas. A la entrada aparecía un letrero donde los clientes podían leer: «SE PROHÍBE EL ACCESO A LOS MENORES».

  Había cabezas acordes a los diferentes gustos. Un amplio surtido para las féminas las ofrecía de guedejas rubias, rizadas a la moda, de ojos verdes o azules y tez pálida, animada tan sólo por ruborosos pómulos: cabezas nórdicas muy solicitadas en esos momentos. Podían seleccionarse además las africanas, de alambrados cabellos sobre embetunados rostros, realzados por hermosas pupilas como botones negros. Era posible observar otras asiáticas, de ojos prendidos en ángulo y pelos lacios, que derramaban su cascada oscura sobre la limpia amarillez de la faz. Y cabezas árabes, de ensortijadas melenas y miradas profundas y almendradas. Las había también con características latinas, eslavas o hindúes; cada una con un toque especial de rara perfección.

  En cuanto a las masculinas, se exhibían algunas de cabellos cortos y rígidos, destinadas a los militares; o bien largos y copiosos, a disposición de músicos, poetas y bohemios; de expresión lánguida y amorosa, para los galanes; y de mentones recios, útiles a  dirigentes, boxeadores y hombres de negocio. En fin, de una gran variedad, dispuestas a satisfacer todos los caprichos y deseos.

  No era obligatorio que la cabeza fuera compatible con la apariencia del sujeto que la portaba, en este sentido había plena libertad de selección: una persona que poseyera un cuerpo de piel blanca, casi albina, estaba facultada para escoger una ostentosa cabeza africana y, por el contrario, aquélla de cuerpo intensamente negro, podía muy bien hacerlo culminar en una testa pálida. Esto ocurría con más frecuencia cuando llegaban los carnavales, época en que las compras se incrementaban.

  Cabe mencionar la influencia que tales cambios ejercían sobre la personalidad de los poseedores, así como la nueva impresión que éstos obtenían de los demás. De este modo un tímido profesor de Filosofía escogió una de expresión huraña para imponer respeto a sus alumnos. Una actriz de cine, ya en los cincuenta, se aventuró por otra de alborotada cabellera rubia, ojos juveniles y labios tentadores, capaz de resistir al más exigente de los primeros planos. ¿Y qué decir de los  que tenían cicatrices que los desfiguraban, y de los que mostraban indeseadas testas calvas o, en el caso contrario, muy pobladas, cuando preferirían la calvicie como un hecho de moda? Allí en la vidriera se ofrecían las diversas cabezas, dispuestas a asumir todos los gustos y expectativas. 

  Tanto era así, que podían comprarse por encargo. Con este fin el solicitante debía tener una entrevista previa con el dueño y hacerle entrega de una foto o un dibujo con las características deseadas. Por supuesto, el precio era más alto.

  Una vez adquirida la cabeza, la tienda le ofrecía además a los clientes, en caso de que alguno lo deseara, el servicio de desarticular la suya y montar la nueva por una módico costo. La sustituida se le devolvía al comprador dentro de una gran caja de sombreros, por si cambiaba de idea en el futuro y deseaba volver a usar la original.

  Frecuentemente las personas que pasaban frente a la tienda se detenían a mirar —y a admirar— la profusa exhibición del otro lado del cristal de la vidriera; entre ellas, Elvira. Un día se animó a entrar con el propósito de preguntarle al dueño sobre las características de los productos que ofertaba y sus condiciones de venta. En lo que conversaban, ella lo observó detenidamente: un rostro marchito, ralos cabellos, ojos demasiado pequeños y cercanos a una aguileña nariz. Sin embargo, el diálogo le permitió apreciar a un ser amable, instruido y poseedor de una interesante personalidad.

  Él la miraba tras unos gruesos lentes, con una visión acuosa, sumergida en lejanas  distancias. «Incapaz de una intención osada» —pensó ella. Sus labios no eran más que un fino subrayado,  hechos tan sólo para esbozar una amable sonrisa, nunca para reír —pudo comprobar. La escasez de los cabellos, bajo los cuales se adivinaba la inocencia del cráneo, le inspiraba más compasión que ternura.

  Su cabeza no le ofrecía ninguna ventaja a su atractiva personalidad. «¿Por qué no la cambiaba por otra?» —se planteó Elvira con cierto desencanto después de unos días de cotidiana conversación con él —pues al salir del trabajo se le había vuelto costumbre entrar al establecimiento—. En consecuencia, como ya existía cierto trato entre ellos, se decidió a formularle la pregunta:

  —Aquí hay hermosas cabezas —y miró alrededor describiendo un amplio círculo con la mano—. ¿Nunca le ha interesado cambiar la suya? Una buena parte de las personas lo hace.

  —Estoy satisfecho con la mía –afirmó convencido.

  —Entiendo –respondió defraudada.

  Al pasar de los meses, según iba estrechándose su amistad, ella comprendió que ya no podía pasársela sin su compañía, así que insistió:

  —Todos los que vienen aquí compran y cambian. ¿No le interesaría poseer una hermosa cabeza como ésta? —y tomó entre sus manos una de rostro joven y varonil, pelo negro y lustroso, de corte perfecto, ojos de igual color y precisa mirada, de gruesos labios que a ella le parecían voluptuosos.

  Creyó percibir un toque de melancolía lanzado hacia ella, a través de los gruesos lentes, desde el distante paisaje de sus ojos.

  —Yo no puedo hacer eso —contestó.

  —Mire cuántas y cuán hermosas las hay aquí. ¡Decídase!. Pero, ¿por qué no?

  —Porque yo soy el que las crea.

  —¿Qué quiere decir con eso?

  —Que yo las imagino con mi propia cabeza.

  -¿Así de sencillo? ¿Con sólo pensar en ellas?

  —Así mismo. Cada mañana, antes de abrir la tienda, me siento frente a esta mesa, donde ahora usted apoya sus manitas, y empiezo a imaginarme una con determinadas características, hasta que aparece ante mi completamente, tal y cual yo la he pensado. Es una tarea que me ilusiona mucho y me produce placer.

  —¡Qué interesante! Yo nunca lo hubiera creído. Si no fuera porque usted me lo dice...

  —Soy muy observador. Me dedico a analizar a las personas que me rodean y a descubrir sus anhelos, sus frustraciones, sus necesidades, y también sus fantasías. Mi mayor aspiración es hacer felices a los demás. Lograr complacerlos.

  —Y usted, ¿se siente feliz tan solitario entre tantas cabezas?

  Él no le respondió.

  —¿Y si yo lo pidiera...? Si te pido en este mismo instante que me hagas feliz y cambies la tuya por una de mi gusto, ¿lo harías...? —a esas alturas se atrevió a tutearlo.

  Él seguía sin responderle, sumergido en sus contradicciones.

  Entonces ella alzó la hermosa y varonil cabeza que ya le había mostrado y se la entregó con determinación.

  —Cerraré el negocio —concluyó él en tanto la aceptaba.

  Tras haber vivido juntos múltiples y agotables experiencias, algún tiempo después, una imprevista noche ella se levantó rodeada por las sombras y, dejándolo abandonado en el mullido lecho, se dirigió hacia el local de la clausurada tienda, entró y abrió al tacto el armario, que sólo guardaba desde años atrás,  en una primorosa caja de sombreros, la cabeza original. La extrajo de su estuche con sumo cuidado, atrapada por un extraño sentimiento de añoranza. Un inesperado rayo de luna se la mostró: iluminada en su fealdad, inteligente y sensible. Aquélla con la que se podía conversar durante largas horas sin sentir el hastío y, sobre todas las cosas, la que poseía el raro don de crear.

  Sin pensarlo dos veces, la guardó en la caja de sombreros y,  llevándola con cuidado, se encaminó decidida hacia el cuarto donde aún dormía, totalmente ajeno a lo que le esperaba, el que antaño fuera un próspero vendedor de cabezas.